Por Ana Keila Nedda
Ledezma Agudo*
La trillada pregunta: “la persona emprendedora, ¿nace o se hace?”, tal vez sea momento clave para responderla. Dada la coyuntura única que vive la humanidad, seguramente los datos económicos nos darán una pauta, ya que evidentemente reflejarán el cierre de empresas, cuyas causas obedecen a los factores del macro y micro entorno empresariales, pero también a la escasez de compromiso y conciencia de un sector de los empresarios, que no conciben un panorama en el que se redoblen esfuerzos pese a las bajas rentabilidades, pero que se evite por sobretodo la muerte de ese ente social vivo, como lo es una empresa.
Por ello, en mi opinión, a las personas emprendedoras se las forma, es decir que no son seres con código genético diferente en un caso, ni la desesperada respuesta ante la falta de fuentes de trabajo, en otro; ya que aquellas que generan un sólido tejido empresarial y por ende desarrollo económico, que son capaces de cimentar estructuras económicas y sociales de bienestar, son las que además de conocimientos y actitud, tienen al emprendimiento como parte de su filosofía de vida, que involucra conciencia y compromiso, de y hacia los recursos humanos y materiales de la empresa, como a la sociedad.
Ecosistema emprendedor, cultura emprendedora, espíritu emprendedor, son algunos de los términos que se acuñan en la jerga empresarial, con los que se describe la capacidad de las personas que conforman una sociedad, de crear iniciativas empresariales. Sin embargo, involucra también la capacidad de sostener y proyectar en el tiempo esas iniciativas, pese a coyunturas incontrolables que se presenten.
Por ello, el espíritu emprendedor se debe formar desde las escuelas, pero no solamente enseñando sobre la gestión de negocios a través de juegos, sino desarrollando en cada estudiante, habilidades y actitudes que les generen la capacidad de tomar decisiones frente a retos reales, fortalezcan su autoestima y persistencia; incentiven su creatividad, despierten su sentido de oportunidad, liderazgo y trabajo en equipo; cimienten sus valores y ética; es decir, todo lo que perfila a la cultura emprendedora.
Pero esto visto sin miopía. Si se quiere sacar a la población de la visión cortoplacista y del conformismo, se identifica que la mencionada formación es imprescindible para todos, tanto para los que lanzarán un proyecto propio, como para los que llevarán a cabo los de otros o serán de áreas de conocimiento diferentes a las empresariales.
Las Universidades deben transferir el conocimiento al tejido productivo y a la sociedad, matizando la evaluación de su calidad, con datos reales de los impactos económico y social logrados por sus alumnos, cifras reales, de empresas creadas y/o incubadas, de fuentes de trabajo; y, por supuesto, de marcas y productos que han desarrollado con proyección nacional e internacional.
Y el principal aporte de las aulas universitarias debe ser el gestar el talento disruptivo, es decir, lograr en los estudiantes una mentalidad innovadora, independiente, tenaz, inconformista, irreverente, que creen oportunidades para sí mismos y para aquellos que no tienen la posibilidad de recibir enseñanza superior.
Y en el mercado de trabajo, del que formamos parte todos, tenemos que cambiar el barómetro de valoración de la oferta laboral y dejar la competencia curricular encarnizada de títulos, grados y certificados, para dar paso a la competitividad lograda con éxitos y fracasos de la participación en emprendimientos propios y ajemos.
Vivimos en una etapa histórica, donde la incertidumbre gobierna nuestro futuro. En este escenario, formar e impulsar el espíritu emprendedor, es la mejor actitud que como sociedad necesitamos y debemos tomar ante ese desafío.
*Ingeniera Comercial,
Licenciada en Administración
de Empresas; Maestría en Desarrollo Económico;
Maestría en Planificación y Direción de Servicios;
Emprendedora, Docente.
keila.ledezma@gmail.com