
Redacción | Activo$ Bolivia
Bolivia atraviesa un momento económico que ya no admite eufemismos. Las colas por combustible, la escasez de dólares y el déficit fiscal que persiste desde hace más de una década conforman un paisaje que evidencia un deterioro prolongado.
El diagnóstico que plantea el economista Luis Fernando Romero parte de una verdad que incomoda, pero es fundamental aceptar y es que el país dejó que los problemas se acumularan durante demasiado tiempo.
La caída de los ingresos hidrocarburíferos desde 2014, la expansión del gasto corriente y el uso repetido de reservas para financiar déficits fueron erosionando la base de estabilidad que durante años se había defendido como un logro político.
El resultado es un cuadro de vulnerabilidad en el que convergen deudas crecientes, reservas internacionales debilitadas y un mercado cambiario distorsionado. La economía se ha vuelto dependiente de créditos externos para sostener gastos corrientes, una señal inequívoca de agotamiento estructural.
Una propuesta que mezcla urgencias con estrategia
Romero plantea una salida que no apuesta ni por un shock puro ni por la comodidad de un gradualismo eterno. La realidad, dice, exige un equilibrio con un shock pequeño, quirúrgico, destinado a despejar incendios inmediatos, y un ajuste pausado en áreas donde la economía puede tolerar un ritmo más mesurado sin desplomarse.
La prioridad inmediata es evitar que el país se detenga. Eso significa garantizar la importación de combustibles a través de líneas de crédito rápidas y contratos coyunturales, asegurar liquidez en dólares mediante acuerdos con organismos multilaterales y, paralelamente, contener el gasto corriente que se disparó en los últimos años. En esta fase, la clave es impedir la paralización económica, frenar la especulación y recuperar algo de oxígeno financiero.

El tiempo de las reformas estructurales
Superada la etapa más tensa, la propuesta entra en el terreno donde siempre tropiezan los gobiernos: las reformas profundas. Romero sugiere una modernización real de las empresas públicas, un rediseño tributario que amplíe la base sin castigar a los hogares de menores ingresos y un impulso decidido a las exportaciones no tradicionales. Se trata de medidas que buscan corregir la dependencia del gas —hoy más mito que motor económico— y abrir espacio para sectores con mayor capacidad de generar divisas.
El largo plazo exige más que ajustes administrativos. Implica una transformación productiva basada en educación, innovación y un sistema de pensiones sostenible. Ninguna de estas reformas es glamorosa. Todas requieren capacidad técnica, decisión política y un tipo de disciplina que Bolivia ha esquivado demasiadas veces.
El dilema del financiamiento y el riesgo del recorte
Uno de los nudos centrales de la propuesta es la pregunta sobre cómo financiar la estabilización. Depender únicamente del endeudamiento externo aumenta la vulnerabilidad; recortar gasto sin criterio puede desencadenar una recesión más profunda y un conflicto social inmediato. Por eso, el planteamiento apuesta por una combinación de ambas estrategias: créditos externos que otorguen un margen de maniobra en el corto plazo, acompañados de un reordenamiento del gasto que reduzca excesos, pero preserve funciones esenciales del Estado.
La idea no es recortar por recortar, sino redirigir recursos hacia lo que realmente impulsa actividad económica y protege a los más vulnerables. La disciplina, insiste el autor, no debe ser sinónimo de austeridad ciega.

Metas que recuperan la noción de realismo
Romero propone metas que rompen con la tradición de las promesas sin sustento. Reducir el déficit hasta niveles manejables en un lapso de tres a cinco años, reconstruir las reservas líquidas, normalizar la inflación y garantizar un abastecimiento estable de combustibles son objetivos que, aunque ambiciosos, se sostienen sobre un cronograma concreto y medible.
La credibilidad, un activo tan escaso como los propios dólares, depende de que estas metas se institucionalicen. No basta con diseñarlas, deben ser monitoreadas con transparencia. Por eso, una de las recomendaciones finales es la creación de un consejo de estabilidad económica, un ente multisectorial encargado de supervisar el cumplimiento de los compromisos y reportar avances sin maquillaje político.
La economía como pacto y no como discurso
La propuesta, en esencia, no busca milagros. Plantea un ordenamiento racional del Estado, una reconstrucción progresiva de la confianza y una transición hacia un modelo productivo más moderno. En un contexto marcado por la polarización, el desafío no es técnico, sino político: lograr que el país acuerde una ruta común.
Si algo deja claro Romero es que la crisis actual ya no admite improvisación. Y que la salida (difícil, larga, incómoda) requiere asumir que no hay soluciones sin costos, pero sí caminos que distribuyen esos costos con mayor justicia. Bolivia, al borde de un punto de quiebre, necesita justamente eso, una estrategia que combine urgencia, sensatez y visión de futuro.